Cerca de casa, hemos almorzado en el restaurante Zarauz: ensaladilla
rusa y filete mi hija, paella y huevos con jamón un servidor. De postre, sendas
tartas de manzana y milhojas. Con tinto de verano y agua. Estupenda calidad a
un precio irrisorio. Así es nuestro país: comida, clima, calma (seguridad,
tranquilidad) y cordialidad. Calidad de vida, que desgraciadamente no solemos
valorar como debiéramos.
Entre las lecturas de este viaje por Centroeuropa, ‘La máscara de
mando. Un estudio sobre el liderazgo’, de John Keegan. El profesor Keegan
(1934-2012) es uno de los historiadores británicos más reconocidos de nuestro
tiempo. Fue docente en Cambridge, Harvard, Princeton y durante un cuarto de
siglo de la academia de Sandhurst. Autor de una veintena de libros, entre ellos
sobre las dos guerras mundiales y la civil norteamericana.
El autor se centra en cuatro figuras principales de la historia, a
quienes considera generales. La primera, Alejandro Magno y su liderazgo
heroico. Nacido en julio de 356 a.C., hijo de Filipo II de Macedonia y de su
esposa Olimpia (una historia de amor y pasión), sintió devoción por Hercules.
Aristóteles creó para él una escuela en Mieza, junto a Pella, la capital. Tres
años después, a los 16, Alejandro fue a la guerra. “La materia primea de la
leyenda de Alejandro sería su manera de afrontar esos asuntos políticos, así
como su capacidad como estratega, su maestría en la logística y su habilidad
para la diplomacia”. Durante una década, estuvo continuamente en marcha. La
cohesión era el fundamento de la guerra de falanges. Cenaba con sus compañeros
de armas, con su estado mayor. Dotado de gran oratoria, sus discursos no eran
sencillos ni cortos. En el campo de batalla era inconfundible y sabía
arriesgar. Para William Tarn, que dedicó su vida a Alejandro, era una especie
de santo precristiano; para Ernst Badian, una preconfiguración de Hitler.
Napoleón consideró que la mejor educación militar era estudiar su vida.
Wellington es el antihéroe. Vencedor de Waterloo, se había curtido en
las campañas de la India y de la independencia española. Valoraba los
suministros (“para llegar al objetivo hay que estar alimentado”) y por los
detalles, se guiaba por una ética en la que el jefe debía ganarse la
consideración del soldado. “En Europa –decía- hay muchos generales buenos, que
ven varias cosas a la vez. Yo veo solo una, el núcleo del enemigo, e intento
aplastarlo”. Foco. El “pathos”, el deseo ardiente de Alejandro, era hacer algo
sin precedentes; la perfección (areté) era su ethos. En Wellington, “la senda
del deber fue el camino de la gloria”.
El de Ulises S. Grant es el mando no heroico. La fortuna favoreció al
valiente. Consideraba que “la guerra es progresiva”, era graduado de West Point
y veterano de la guerra de México. Era incisivo y de comunicación directa.
Lincoln valoraba de él que sabía combatir. “La causa de la gran guerra de la
rebelión contra Estados Unidos habrá de atribuirse a la esclavitud”, escribió
en sus memorias.
Hitler, el antihéroe, se presentaba a sí mismo como un soldado. De
hecho, como presidente desde 1934 era el comandante en jefe del ejercito y la
armada alemanes. Destituyó a Brauchistch como jefe supremo en diciembre de
1941y asumió el control directo. Los tres jefes de sus ejércitos al iniciarse
la IIGM fueron cesados antes de acabase. Era un don nadie que pretendía ser
artista (en Viena, en Múnich) y fue condecorado en la gran guerra.
John Keegan revela que Alemania estuvo a punto de ganar la IGM en
1918. Cuatro meses antes del armisticio, ocupaba más territorio que nunca.
Hitler inició la contienda con una amplia victoria y pensaba que Gran Bretaña
se rendiría en 1940. En Stalingrado llegó a la cima. A partir de ahí, la suma
de la URSS y EEUU acabó con su ejército. Su historia es la de una creciente desconfianza
hacia sus generales y lejanía del teatro de operaciones.
El mando, nos cuenta Keegan, obtiene su obediencia por amor o por
miedo. Grant y Wellington lograron liderazgo por afinidad. Alejandro, como gran
psicólogo, por oratoria y dominio de la escena. “La primera cualidad de un
oficial es la alegría” (Mariscal Lyautey).
La afinidad, la prescripción y las sanciones son previas al mando. Pero
luego está la acción: el imperativo del ejemplo. “Los generales modernos
aspiran a un estilo de mando tan heroico como el de Alejandro. Y sus ejércitos
responden a ello”. El historiador concluye: “Hoy el mejor debe tener la
convicción suficiente como para no ejercer de héroe nunca más”.
Un libro excepcionalmente documentado, riguroso, intenso. Un análisis histórico
de cuatro líderes (para los suyos), sus rasgos y su conducta.
Mi gratitud, una vez
más, a Roger Domingo, que ha compartido en Facebook la lista de los nominados
al premio FT 2015 al mejor libro empresarial: ‘La Economía de la manipulación y
la decepción’ de Akerloff y Shiller, ‘La creación de la Economía Conductual’ de
Richard Thaler, la biografía de Elon Musk (Tesla) por Ashlee Vance, ‘Las
consecuencias económicas del cambio climático’ de Gernot Wagner y Martin
Weitzman, ‘Cómo la música se hizo gratuita’ de Stephen Witt, ‘Mujeres, Hombres,
Trabajo y Familia’ de Anne-Marie Slaughter, ‘Recomenzar: la última oportunidad
para la economía de la India’ de Mihir Sharma, ‘El ascenso de los robots’ de
Martin Ford, ‘La Gran Depresión, la Gran Recesión y su aprendizaje’ de Barry
Eichengreen, ‘La invención de una batería para salvar el mundo’ de Stephen
LeVine, ‘Perdiendo la señal: auge y caída de la Blackberry’ de Jacky McNish y
Sean Silcoff, ‘La historia no contada del Bitcoin’ de Nathaniel Popper, ‘Superforecasting:
El arte y ciencia de la predicción’ de Phillip Tetlock y Dan Gardner, ‘Liderazgo
BS: fijar los entornos y las carreras de verdad en verdad’ de Jeffrey Pfeffer y
‘La galopada del caballo negro: la historia interna de Lloyds y la crisis
bancaria’ de Ivan Fallon. Habrá que irlos leyendo de uno en uno (en inglés, o
en castellano cuando se publiquen).