Ayer estuve
viendo Anna Karenina. Guión de Tom
Stoppard (Shakespeare enamorado),
dirigida por Joe Wright (ya me había aburrido en Expiación y en Hanna),
interpretada por Keira Knightley (Piratas
del Caribe, Un método peligroso), que no es precisamente la Greta Garbo de
la versión de 1935, ni la Vivien Leigh de 1948, ni siquiera la Jacequeline
Bisset de 1985.
Anna Karenina es, como sabes,
una gran novela de Leo Tolstoi y una de las cumbres del realismo ruso, alabada
por Dostoievski y Nabokov. Muy crítica con los antivalores (la hipocresía ) de
la aristocracia de la época, la novela trata más de Lyovin (un joven que lo
tiene todo y no es feliz en ese ambiente, como el propio autor) que del
adulterio de Anna con Vronsky.
En la prensa he
leído un artículo sobre cerebros
delincuentes. Al parecer, las técnicas de neuroimagen han identificado un
área realizada con la propensión a cometer delitos, el CCA (el córtex del
cíngulo anterior). “La tentación inmediata de esta historia sería hacer la
prueba de la neuroimagen a todo el que vaya a dejar la cárcel. En función del
resultado, ya sabría a quién habría que poner en especial vigilancia. Quizá,
llevado al extremo, se podría pensar en no excarcelarlo”. El presidente de la
SEPB), Sociedad Española de Psiquiatría Biológica, ha comentado que el estudio
crea expectativas muy esperanzadoras y optimistas.
Esa “búsqueda”
del gen de la maldad o de una zona cerebral dañada debería recordar que nuestro
cerebro es, ante todo, plástico (Plasticidad
es el gran concepto de la neurociencia de los últimos años). Me temo que
los delincuentes, como los líderes, como el talento en general, ni nacen ni se
hacen. Se forjan, a partir de estímulo y respuesta, y de mucha, pero que mucha,
conducta.
Hablé del
“Efecto Lucifer” en este blog, el 29 de marzo de 2008. Y quisiera recordarte,
además de la frase de Milton: “La mente es su propia morada y por sí sola puede
hacer del cielo un infierno y el infierno un cielo”, los diez pasos que nos
ofrece Zimbardo para sacar partido del poder del contexto:
- Reconocer nuestros errores
- Estar atento a los detalles básicos
- Asumir la responsabilidad de nuestras
propias decisiones
- Afirmar nuestra identidad personal
- Respetar la autoridad justa y rebelarse
contra la injusta
- Desear ser aceptado, pero valorar la
independencia
- Estar atento a cómo se enmarcar o formulan
las cuestiones
- Equilibrar la perspectiva de tiempo (sin
prisas)
- No sacrificar libertades personales o
civiles por la ilusión de seguridad
- Ser capaz de
oponernos a sistemas injustos
También en la
prensa de ayer, César García (profesor de la Universidad del estado de
Washington) trataba La enfermedad del
clientelismo. Frente a la “sociedad abierta” de Popper (“una asociación de
individuos libres que respetan los derechos el uno del otro dentro del marco de
la propia protección proporcionada por el Estado y que logra, mediante la toma
responsable y racional de decisiones, una vida más humana y rica para todos”),
la España actual de Urdangarín, Amy Martin, Luis Bárcenas… “El clientelismo es,
no nos engañemos, una variante o sucedáneo de la corrupción”: es una forma de organización
social (rousfeti en Grecia):
detentadores de poder (político, económico) que ofrecen sus dádivas a cambio de
apoyo. Los individuos carecen en la práctica de mercado libre, instituciones
representativas y sistema legal equitativo, por lo que carecen de Capital Social (Pierre Bourdieu). El clientelismo,
versión actualizada del caciquismo, implica “un lenguaje, unos ritos, unos
valores y símbolos, pautas de comportamiento y redes de relaciones aceptadas
por una comunidad que comparte una mentalidad”.
¿Cómo se acaba
con el clientelismo? Te recomiendo que dediques menos tiempo a leer sobre cerebros delincuentes y más sobre (Por qué fracasan los países de Daron Acemoglu
y James Robinson, es lectura obligada). Cuanto más trato de entender el
Talento, más poder le veo a la C de Contexto, además de la Capacidad y el
Compromiso.
Mi
agradecimiento a Philip Zimbardo, a César García y a quienes nos abren los ojos
sobre los contextos clientelistas, y por tanto tóxicos. En ese sentido, la Rusia
imperial de Anna Karenina y la España partitocrática actual se diferencian muy
poco.