Doble jornada en
Fundesem, Alicante. Esta mañana, clase de Gestión del Talento en el MBA
Executive. Ayer, supervisión de procesos de coaching y esta tarde la última
sesión (Ciencia, Arte y Ética del Coaching) en la segunda edición del
Programa Superior de Coaching Estratégico. Mi profundo agradecimiento a los
alumnos de este programa: Marjorie, Jairo, Alan, Antonio, Rosa Ana, Cristina,
Sergio, Carolina, Carmela, Lali, Rosana, Toñi. Queridos compañeros coaches:
esto acaba de empezar. Enhorabuena por vuestro título y a seguir creciendo como
desarrolladores del talento.
Quienes me
conocéis sabéis bien que me preocupa y me ocupa la creación de empleo, y más
concretamente la necesidad de aumentar la cantidad y calidad de nuestros
emprendedores (un servidor, después de servir más de quince años en
multinacionales, lleva más de una década como empresario). He tenido la ocasión
de impartir numerosas conferencias y seminarios sobre el tema y está entre mis
prioridades.
Uno de los
asuntos que más me llama la atención es cómo llamamos a esto de emprender.
¿Emprendimiento, Emprendizaje, Emprenduría? Que no nos aclaremos sobre este
sustantivo nos da una cierta idea de cómo va la cosa, de lo perdidos que
estamos al respecto. Si no sabemos bien cómo llamar a algo, es difícil que este
algo fructifique.
Emprender como
palabra se compone del prefijo “em-“ y de la raíz “prender” (la misma que
encontramos en aprender, desprender, sorprender…). Significa “estar preso”. Y
aquí viene la complicación, porque el sustantivo de “aprender” es “aprendizaje”
(por tanto, de emprender “emprendizaje”), el de “desprender” es
“desprendimiento” (por tanto, el emprender “emprendimiento”) y el de
“sorprender” es “sorpresa” (por tanto, el de emprender “empresa”). Siendo un
poco más puristas, el “desprendimiento” (“desprendimiento de rutina”, como
diría ingeniosamente la creativa Diana Orero) es lo que ya ha ocurrido (algo ya
ha sido desprendido), por lo que “emprend¡miento” sería algo ya realizado; el
“aprendizaje” es algo que está ocurriendo (una persona aprende, en presente),
por lo que el “emprendizaje” es un proceso actual; y “sorpresa” es algo
consolidado, por lo que la “empresa” revela cierta sostenibilidad en el tiempo.
En realidad, más
del 95% de las iniciativas emprendedoras (otra forma es convertir “emprender”
en un adjetivo y no en un sustantivo) fracasan en los primeros tres años. Por
tanto, muy rara vez (una de cada veinte) se convierten en verdaderas empresas.
Además, durante el tardocapitalismo la empresa desgraciadamente se ve como un
negociete chanchullero para que un tipejo (representado con sombrero de copa y
fumándose un puro) se lucre a costa de los demás (“plusvalía”, lo llamaban los
economistas clásicos). La empresa no está valorada como creación de riqueza
para la sociedad, y ese desprestigio es responsabilidad de todos.
El proceso es más
bien “emprendizaje” (como le enseñan a Zoe en el cole, las palabras que acaban
en “-aje” se escriben con j, excepto agencia, agente y agenda). Y es ahora más
vital que nunca no sólo por los niveles de desempleo y por la imperiosa
necesidad de crear puestos de trabajo, sino porque el modelo de relaciones
entre el profesional y la organización está cambiando radicalmente. El
paternalismo según el cual la empresa ofrecía empleo para toda la vida (“tú no
te preocupes por nada, la empresa se ocupará de todo”) a cambio de quedarse con
buena parte de los beneficios está desfasado, trasnochado. Ni es posible, ni es
justo. En el talentismo se impone un modelo mucho más equitativo, el de
emprendedores que forman parte de una organización (“intraemprendedores” les
llamamos) o crean valor fuera de ella (“agentes libres”, como se dice en los
países anglosajones; el término “autónomo” es cutre y deprimente, de segunda
fila).
¿Qué es lo más
valioso para quienes emprenden? Las investigaciones no dejan duda al respecto:
la libertad. Libertad de modelo, libertad de horarios, libertad de acción (los
consejos de Don Quijote a Sancho Panza, tras haber sido gobernador, son de
plena actualidad). Es la libertad lo más importante, y lo que provoca que en
estos tiempos de especial incertidumbre los asalariados en compañías a la vieja
usanza estén más asustados que un conejo, en tanto que los emprendedores se
sientan mejor, dueños de su propio destino.
Por ello el 90%
de los emprendedores proceden de entornos familiares emprendedores, en los que
la libertad, la capacidad de implantar lo que uno quiere (la felicidad, en
suma) ha marcado la diferencia. En contextos donde se ha valorado más la
seguridad que la libertad, es difícil inocular el virus del emprendizaje.
El éxito en las
iniciativas emprendedoras no tiene que ver con una idea genial como semilla
(aunque nos ponga un montón a los profesores de las escuelas de negocios), sino
con la capacidad de hacer equipo. El fundador no puede ser un “llanero
solitario”; necesita un tándem con otra persona con cualidades complementarias
que comparta los mismos valores (y esto no es nada fácil). La innovación
requiere de un trío (un creativo puro, un marketinero que sea capaz de llevar
la idea al mercado y un ingeniero que operativice el producto o servicio). Y un
germen emprendedor fructifica con un quinteto (financiero, marketing y
comercial, operaciones, gestión del talento y el director de
orquesta/notoriedad de la empresa). Las empresas de “cuello de botella” (uno
toma todas las decisiones) acaban pereciendo porque no son capaces de aprender
al ritmo que requiere el mercado.
Llámalo como te
dé la gana, pero ¡EMPRENDE! La vida es muy desgraciada cuando eres un mandado
(además, vas dándote cuenta de que, a medida que escalas en la pirámide, tu
servidumbre es mayor y los barrotes de tu “jaula de oro” son más difíciles de
serrar). Emprende, emprende, emprende. Equivócate y sigue aprendiendo. Disfruta
del camino y que la suerte –la suerte que mereces, en función del esfuerzo
inteligente que le pongas- te acompañe.
Mi agradecimiento
a los emprendedores que en el mundo han sido y a quienes les echan el coraje de
convertir su vocación, su pasión, en su profesión.