La amistad y el pensamiento, en la sociedad del espectáculo

Esta mañana he ido a ver “Amigos”, una comedia española dirigida por Borja Manso (responsable de los documentales “11 M: Todos íbamos en ese tren” y “Real: la película”) y Marcos Cabotá, protagonizada por Ernesto Alterio, Diego Martín, Alberto Lozano, Goya Toledo y Manuela Velasco. Así la comenta Noel Ceballos en Fotogramas: “Ya iba siendo hora de que, en plena era Belén Esteban, nos llegase una sátira de nuestra cultura televisiva y sus daños colaterales: la fama líquida, la falta de escrúpulos como estrategia profesional, la miseria-espectáculo y ese catálogo de maneras refinadas para seguir practicando la lapidación pública en directo. Por suerte, ‘Amigos’ no contiene un mensaje moralista (no en vano, la parodia está hecha desde dentro), pero hay algo rabiosamente contemporáneo en este trío de colegas que pelea a muerte por arrebatarle a los otros el momento de máxima audiencia. La participación de Borja Cobeaga en el libreto nos asegura también una generosa ración de esa deconstrucción bufa de lo masculino que ya guiaba sus estupendas ‘Pagafantas’ (2009) y ‘No controles’ (2011). ‘Amigos’ no llega a ese nivel por dos razones fundamentales: por un lado, los debutantes Borja Manso y Marcos Cabotá parecen tan empeñados en demostrar su valía que llegan a olvidar el timing cómico (esa secuencia coreografiada a ritmo de Aimee Mann…); por otro, sus puntuales inmersiones en un sentido del humor ofensivo y un tanto arbitrario acaban enviando varios gags lejos de la diana. Los altibajos de esta fábula chorra sobre la amistad masculina son considerables, pero ‘Amigos’ merece un lugar en nuestros corazones de teléfagos, aunque sólo sea por convertirse en la primera película que utiliza la casa de Gran Hermano como herramienta narrativa”.

A mí me ha entretenido, me ha hecho pensar esta fábula sobre amiguetes (de hecho, me ha recordado a personas que conozco) y, aunque efectivamente no pretende ser moralizante, nos recuerda que la fama y fortuna que otorga caprichosamente la sociedad del espectáculo (la audiencia) nunca vale lo que el amor, la paternidad o la libertad, que es lo que pierden los personajes en su intento de ganar una loca apuesta.

De la prensa de hoy, me quedo con “Dossier Empresarial” (stock de viviendas, empleo femenino, innovación en el turismo y artículos de Mónica Delclaux, Antonio Agustín o un servidor), los artículos en Expansión & Empleo de Tino Fernández, “Por qué su trabajo se queda viejo” y de Arancha Bustillo, “De líder de segunda a secundario de primera” sobre triunfar en una pequeña empresa y poder hacerlo en una grande, con opiniones de José Manuel Casado, Puri Paniagua, Marisa Latiegui y el que suscribe.

En El País, “El espantoso futuro del héroe”, de Julián Marías, sobre los westerns, la elección de Guillermo Altares de las mejores películas del género (“Centauros del desierto”, “El hombre que mató a Liberty Balance”, “Los profesionales”, “El Dorado”, “Grupo salvaje”, “La leyenda de la ciudad sin nombre”, “Las aventuras de Jeremías Johnson” y “Sin perdón”), la reflexión de Javier Gomá sobre la necesidad de reflexionar (“Hoy se nos exhorta por todas partes a que seamos dinámicos y “energéticos” y a tener el mayor número posible de experiencias: amar a muchas mujeres, viajar por muchos países, probar paraísos artificiales, atreverse con excesos nocturnos y en general mudar, anhelar novedades y sorpresas, romper rutinas. Ahora bien, una cosa es acumular experiencias (en plural) y otra es tener auténtica experiencia de la vida (en singular) y esto no depende de entregarse a una trepidación vital más o menos atolondrada”).

Y por supuesto, en Babelia, la página de Francisco Calvo Serraller a propósito de la imprescindible exposición de Antonio López en el Thyssen: “La emoción de la verdad”.

La esperada exposición de Antonio López en Madrid, la más completa realizada de la obra del pintor, se contempla como si se tratara de dos retrospectivas. Una más física, la otra más conceptual. El suyo es un largo camino hacia la desnudez de la luz.

Con 129 obras, entre pinturas, esculturas, dibujos y bocetos, realizadas entre 1953 y 2010, al final la tan esperada muestra de Antonio López García (Tomelloso, Ciudad Real, 1936) ha resultado ser una retrospectiva. Cualquier exposición de gran calado en un museo de un artista vivo importante siempre genera expectativas sobre cuál será su definitivo curso. En este caso, al especular por si hubiera sido acotada a un periodo de tiempo concreto, el último, o por si se añadiría el contraste de etapas anteriores. Hay que tener en cuenta al respecto que está viva en nuestra memoria la gran retrospectiva de 1993, en la que el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía llegó a reunir 170 obras, lo que invitaba a pensar que la actual quizá se ciñese a lo producido por Antonio López durante estos últimos 20 años. Premio Velázquez de las Artes Plásticas en su edición de 2006, lo que implica según la normativa oficial la realización de una exposición en el MNCARS, también ha podido sorprender que no haya sido así, sino que ahora se exhiba en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid y, luego, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Sea como sea, teniendo en cuenta que Antonio López no se caracteriza por exhibir su obra con regularidad, tampoco hay que entretenerse demasiado con estas cavilaciones, sobre todo, porque, abarque 60 o 20 años, se presente aquí o acullá, ninguna muestra suya deja de ser una retrospección de un largo trayecto, y, en su caso, afortunadamente para él, le sobran museos en el mundo que pugnan por mostrar su obra.

Dividida en 10 capítulos (se podría decir que siguiendo la norma de la casa, que es el Museo Thyssen, capítulos que responden a los siguientes títulos, un tanto farragosos en el enunciado y contenido: Memoria, Ámbitos, Madrid, Gran Vía, Árbol, Desnudo, Personajes, Interiores, Alimentos y Proyectos), lo relevante en ella es la gran división física que separa, por un lado, lo exhibido en las salas de exposiciones temporales de la planta principal, y, por otro, lo que está ubicado en las correspondientes salas del sótano. Es verdad que el criterio de los comisarios, Guillermo Solana y María López, ha sido entremezclar géneros, temas y épocas, pero la impresión que recibe el visitante es que, en las segundas, gravita más el pasado remoto del artista, mientras que, en las primeras, lo hace la obra más reciente, como si hubiera dos retrospectivas en paralelo.

Cada cual puede vivir y valorar esta segmentación como guste, pero para mí ha resultado muy esclarecedora. En primer lugar -y si nos dejamos llevar, en efecto, por las primeras impresiones-, yo he sentido que la obra exhibida en las salas del sótano, donde predominan las primeras décadas de la trayectoria del artista, es como más física, matérica, terrenal, grávida, barroca, mientras que la que se muestra en la planta de arriba, la de las últimas décadas, es más conceptual, despojada, retroactiva, transparente; en suma, como más aérea. En cualquier caso, estas impresiones personales, incluso si son ilusorias, pueden ayudar a resituar, con un nuevo sentido, la segmentación separadora de partes, porque, según pienso, contribuyen a explicar la intensa y dramática evolución artística de Antonio López, a desentrañar su constante ansia de elevación, en lo que este término implica no sólo de superación, sino de conquista de una mayor ligereza, pureza, decantación, etcétera. Todo lo cual, de ser así, supondría, a su vez, no sólo la posibilidad de poder contemplar adónde se dirige Antonio López, sino, sobre todo, cómo, en el fondo, es.

De todas formas, Antonio López, con 75 años cumplidos, de los cuales más de sesenta de labor artística ininterrumpida, merece que nos esforcemos en apreciar su obra al margen de los tópicos, sobre todo, porque es uno de los pocos artistas contemporáneos que se ha atrevido a ser, de principio a fin, intempestivo. Un gran solitario, pues. Así que olvidémonos del socorrido término del "realismo" y de su larga retahíla de adjetivos, "tradicional", "académico", "español", "madrileño", "moderno", "hiper", "fotográfico", etcétera, y observemos esa senda suya hacia la progresiva retracción, despojamiento y transparencia. Una senda, por tanto, ascética: la de no quedarse sino con lo imprescindible: retraerse de los innecesarios gestos subjetivos; despojarse de la distracción de la golosa materia o del entretenido anecdotario, y, claro, arribar, en lo posible, a la desnuda luz.

Desde mi punto de vista, el primer aviso serio que dio Antonio López sobre la dirección irreversible de su camino se produjo aproximadamente en torno a 1970, pero el momento culminante de la irreversibilidad del mismo es el que está viviendo desde 1990 y ahora mismo. ¿Cómo explicarlo? Hay para mí dos obras -aparentemente muy distintas, pero totalmente interrelacionadas- que explican la primera gran conmoción. Me refiero a Mujer en la bañera (1968) y Conejo desollado (1972): dos cuerpos, dos seres orgánicos, acoplados a dos espacios inorgánicos constrictores, respectivamente un rectángulo y una circunferencia, en los que los visajes de la luz, mediante la refracción acuática o el biselado cristalino, adquieren el poderío de la revelación. También me parece ejemplar de este mismo trance la pareja del dibujo María (1972) y el óleo Madrid desde Torres Blancas (1974-1982), el primero de los cuales marca la forma futura de tratar la figura con la fuerza intimidante de lo arcaico, sin la menor concesión a la mañosería y el sentimentalismo; esto es: con absoluto respeto, mientras el segundo marca, dentro de sus panorámicas urbanas, no sólo la obsesión de geometrizar el espacio para captar el orden cardinal y rítmico de la ciudad; esto es: dominar su horizontalidad, sino también la dimensión vertical del cielo, cuya animación es una inestable alquimia versicolor de celajes. Y aún no me he referido para lo mismo a una obra crucial: el dibujo Estudio con tres puertas (1969-1970), que, como tal espacio vacante, es, sin embargo, desde mi punto de vista, la mejor réplica que se ha hecho a Las meninas, de Velázquez, pero, además, obteniendo el efecto dinámico, zigzagueante, de la cinética luz.

Si en este momento, explicado con estas u otras obras, ya no había duda de que Antonio López no podía salirse del raíl de sí mismo, aún quedaba otra transición radical y emocionante. Es la que emprende, tras la retrospectiva del MNCARS, a comienzos de la década de 1990 y que alcanza su punto crítico a partir del nuevo siglo. De nuevo, con la esporádica ayuda de algunas obras, intentaré esclarecer el desafío emprendido. Por ejemplo, considero crucial para esta nueva etapa y, en general, para todas las panorámicas urbanas que Antonio López lleva pintando casi durante medio siglo, el monumental lienzo, de 250×406 centímetros, Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas (1990-2006), obra que se ha replanteado y rehecho durante más de tres lustros. El progresivo cambio de perspectiva tenía mucho sentido porque nuestro país durante estos últimos años, y no digamos la zona elegida por el pintor en esta vista, ha sufrido un cambio enloquecido. De todas formas, al margen de esta situación incontrovertible del cambio urbano, está el problema de la luz del natural, que López consideró idónea al mediodía entre marzo y septiembre, pero lo más interesante fue la decisión de enfocar, concentrando o dilatando la lente, lo que debería ser el campo visual, todo ello, en su caso, sin que la ampliación del horizonte suponga la pérdida del detalle. El dispositivo inicial fue la captación del eje longitudinal desde Vallecas a la plaza de España, a lo que después se superpuso la del transversal desde la depresión del Manzanares hasta la plaza de Castilla. Pero la decisión de incorporar la terraza desde donde pintaba, que no sólo incorpora el "cerca" al "lejos", sino que crea como un vacío, un abismo, en el primer término, está en contraste total con el abigarrado panorama frontal. Aun contado de forma muy sumaria, creo que este embutimiento de todo en apenas un espejo convexo se asemeja a una obra de arte total de la transparencia.

Pero aún habría que hablar de la serie de cabezas de recién nacidos, que, a partir del óleo Carmen (1999), generan una serie indefinida de esculturas de diversos materiales y tamaños, que culminan con Carmen dormida (2006), a través de los cuales la retracción de Antonio López se hace giróvaga y, digamos, búdica. Ojos abiertos y ojos cerrados: el día y la noche, la vida exterior e interior. En fin, este periodo final, donde la escultura y el dibujo han cobrado ímpetu, es el periodo que confirma cómo Antonio López pinta algo más que la realidad: lo emocionante de su verdad.”

Mi agradecimiento hoy a quienes nos hacen pensar: Antonio López, Francisco Calvo Serraller, Javier Gomá, Javier Marías, Guillermo Altares.