La sorprendente economía de nuestro activo más valioso

Segundo día en Londres: la Torre de Londres (sorprendente que no haya mención alguna a Tomás Moro en la Torre) y el Puente de Londres, la Catedral de San Pablo (ojalá D. Álvaro de Bazán, Marques de Santa Cruz, tuviera una tumba como la de Nelson en la Cripta de St. Paul’s), Covent Garden, Trafalgar square, la iglesia de Saint Martin in the Fields (me encantan los conciertos que allí se celebran), Picadilly, de nuevo Regent St. (impresionante la tienda de National Geographic), Carnaby, el Soho, el Museo de Historia Natural y el Victoria & Albert, para terminar en Harrods. He caído en la tentación de pasar por la Waterstone de Picadilly (la librería más grande de Europa) y comprar media docena de libros: Confidence at Work, de Ros Taylor; The Facebook Effect, de David Kirkpatrick; Resonate, de Nancy Duarte; Power, de Jeffrey Pfeffer; Obliquity, de John Kay y Cognitive Surplus, de Clay Shirky.

En la librería de Harrods (que también gestiona Waterstone) me he comprado The Happiness Equation, del economista conductual de origen tailandés especializado en la economía de la felicidad Nick Powdthavee. Me gusta más el subtítulo, “La sorprendente economía de nuestro activo más valioso”.
El autor nos presenta un montón de investigaciones: la del psicólogo Timothy Wilson: en situaciones en las que tenemos mucha experiencia, lo emocional decide mejor que lo racional; en las que no tenemos experiencia alguna, mejor dejarnos llevar por la lógica. ¿Por qué? Por lo que el Nóbel Daniel Kahneman llama “peak-end effect” (efecto de pico y final): nuestra tendencia a juzgar las experiencias pasadas por los momentos más intensos y el resultado final, no por el conjunto. “¿Cómo sabemos cuándo tenemos suficiente experiencia?”, se pregunta Powdthavee. “¿Es cuestión de 10.000 horas?”. La toma de decisiones depende del tiempo y de la buena información.
¿Qué pasaría su hubiera una fórmula científica, una ‘ecuación’ de la felicidad? Hace ya 200 años, el filósofo y economista británico Jeremy Bentham trató de calcular la felicidad. Y en los años 30 del siglo pasado los economistas Lionel Robins y John Hicks trataron de hacer lo mismo. Sin embargo, preguntar a las personas por su felicidad no es científico, por excesivamente subjetivo y por falta de comparación interpersonal. Sin embargo, hay cientos de psicólogos convencidos de que la felicidad es medible. Como en el famoso ‘estudio de las monjas’ de David Snowdon: más del 90% de las que se consideraban felices superaron los 85 años y sólo el 40% de las infelices llegaron a esa edad. Yew-Kwung Ng, filósofo y economista del bienestar, ha demostrado que la utilidad es ordinal, no cardinal. Pasar de 1 a 2, por ejemplo, no es necesariamente el doble.
La felicidad y el dinero. Richard Easterlin demostró que menos del 25% de los estadounidenses más pobres se consideran “muy felices”, en tanto que casi la mitad de los más ricos se sienten de lo más felices. Por tanto, el dinero parece que tiene que ver con la felicidad. Sin embargo, el propio Easterlin demostró que en EE UU, con crecimiento de ingresos a lo largo de los últimos 50 años, la gente no es más feliz (es “la paradoja de Easterlin”). La respuesta nos la proporcionó John Stuart Mill: “Los hombres no desean ser ricos, sino ser más ricos que los demás”. Lo que nos enseña la economía conductual es que el dinero proporciona dos motivaciones: el puro consumo y el estatus (las marcas). En el entorno laboral, por ejemplo, los economistas británicos Andrew Oswald y Andrew Clark, con datos de su país en 1991, mostraron que “según los ingresos de los demás” soy más o menos feliz en el trabajo. La economista española Ada Ferre-i-Carbonell (Instituto de Análisis Económico de Barcelona) ha demostrado que los ingresos de otras personas del mismo género, edad y educación me afectan negativamente en mi percepción global de la vida. En definitiva, incrementos en los ingresos familiares acompañados de incrementos en los ingresos de “quienes son como yo” no afectan a la felicidad en absoluto. Es la comparación social, y ocurre en la América más lujosa, en la China rural, en la Sudáfrica post-apartheid, en Iberoamérica o en Rusia.
Powdthavee se apoya en la exitosa campaña de MasterCard: “Hay cosas que el dinero no puede comprar. Para todo lo demás…” para entrar en la monetización de la felicidad. Según las psicólogas Kristina de Neve y Harris Cooper, hay más de 130 rasgos de personalidad que correlacionan con la felicidad: las personas más extravertidas, con mayor agradabilidad, más conscientes (controladas) y abiertas a los demás suelen ser más felices que los introvertidos, ansiosos, neuróticos… Los economistas Paul Dolan (London School of Economics) y Tessa Peasgood (Imperial College de Londres), así como Matthew White (Universidad de Plymouth) han ligado la felicidad al género, la edad, la etnia, la educación, la salud, el tipo de trabajo, el equilibrio de vida, la comunidad, la relación con los demás, la religión, el matrimonio, etc. David Blanchflower y Andrew Oswald han demostrado empíricamente que, en términos de edad, hay una U invertida, con un ‘pico de depresión’ en la crisis de mediados de los 40. Y respecto al sexo, estos investigadores mostraron en 2004 que el sexo da más placer a las personas de mayores estudios, que los que practican la monogamia son más felices y que no hay diferencia entre homosexuales y heterosexuales en términos de felicidad.
Entonces, ¿el dinero es una variable instrumental o no para la felicidad? El autor llama a declarar a Andrew Oswald y Jonathan Gardner, de la Universidad de Warwick. En su estudio de los ganadores de lotería de GB, el primer año los que habían recibido más de 1.000 libras (1.200 euros) estaban más estresados, y eran más felices a partir del 3º año, un 15% más. Tres economistas, Paul Frijters, Michael Shields y John HaisKen-DeNew, analizaron qué les había pasado a los alemanes del este tras la reunificación. Mejoraron en su satisfacción (es como si les hubiera tocado la lotería a todos de golpe), en tanto que los del oeste no.
Sí, el dinero ayuda a la felicidad, aunque evidentemente no es la única variable significativa. Andrew Oswald ha cuantificado en valor monetario relaciones sociales como el matrimonio (vale unos 250.000 euros anuales en felicidad), tratar cotidianamente con los vecinos (unos 150.000 euros en felicidad). Por el contrario, no hablarse con los vecinos tiene un ‘coste’ de más de un cuarto de millón de euros en felicidad. El primer año de tener un bebé es un incremento de felicidad de 300.000 euros… pero después no hay diferencia de felicidad entre padres y no padres. El coste de la pérdida de la pareja es de unos 400.000 euros, de un hijo unos 150.000 euros, de la madre unos 30.000 euros, del padre unos 25.000 euros, de un amigo 10.000 euros… ¡Qué atrevida es la estadística! ¿Y cuánto ‘vale’ trabajar en un sitio estresante, en un empleo desagradable? Por término medio, unos unos 280.000 euros anuales en felicidad. Para pensárselo.
El canadiense Phillip Brickman, todo un genio, presentó en 1978 uno de los estudios más notables sobre felicidad. Comparó ganadores de lotería, un grupo de control y parapléjicos por accidente de circulación. Los primeros deberían sentirse más felices que los segundos y éstos, que los terceros. En realidad, los parapléjicos se sentían prácticamente igual de felices que los nuevos ricos. Es la teoría del “punto de set”, de la adaptación. A los 38 años, siendo un hombre familiar, un gran padre y un amigable colega, Brickman se suicidó. Según sus amigos los psicólogos Camille Wortman y Dan Coates, “la ilusión de ayer puede ser el tedio de mañana. La mejor manera de superar la tormenta emocional es el compromiso, el mecanismo mágico que convierte el dolor inevitable y la insatisfacción en propósito y plenitud de sentido”.
Ed Diener (Dr. Happy) y Robert Biswass-Diener (el Indiana Jones de la Psicología positiva) han demostrado que el desempleo reduce la felicidad. ¿Y el divorcio? Al principio (en los hombres, 2 años; en las mujeres, 3). A los 4 años los divorciados son más felices que cuando estaban casados.
En general, sufrimos más con la derrota de lo que disfrutamos con la victoria (Daniel Kahneman y Amos Tversky lo llaman “aversión a la pérdida”). Dan Gilbert (Harvard) y Timothy Wilson (Virginia) publicaron en 2008 un paper describiendo el proceso en el que la feicidad responde a eventos emocionales: atención, reacción, explicación (racionalización), adaptación: lo llamaron AREA.
Soledad o compañía. El desempleo afecta negativamente el doble los hombres a que a las mujeres. George Akerlof, Premio Nóbel, lo llama ‘costumbres sociales’. Afecta al desempleo (uno es menos feliz si hay también desempleados a su alrededor) o a la obesidad.
“¿Está la felicidad sobrevalorada?”, se pregunta el autor. En realidad, puede ser un input más que un resultado. Citando a Albert Schweitzer, “El éxito no es la clave de la felicidad. La felicidad es la clave del éxito”. La gente ‘feliz’, como actitud, tiende a hacerlo mejor. Sonja Lyubomirsky, Ed Diener y Laura King han demostrado que los más felices son más longevos. Sí, el dinero puede ayudar a la felicidad; pero los felices tienen más éxito financiero.
La felicidad (y la infelicidad) se contagian. Nick cierra su libro con la historia de la “Felicidad Nacional Bruta” en Bután, la visión de Jigme Singye Wangchuck, los esfuerzos de Sarkozy en Francia con Stigliz, Sen y Fitoussi y que David Cameron, el Primer Ministro británico “es un fan de la felicidad”. El autor acaba citando a Buda (su abuela era una devota budista sin estudios que sonreía como Yoda) y sus “Cuatro verdades nobles”: La naturaleza, el origen, el cese del sufrimiento y el camino (la visión adecuada, la intención adecuada, el discurso adecuado, la acción adecuada, la vida adecuada, el esfuerzo adecuada, la atención adecuada y la concentración adecuada).
“Tal vez no fueron Phillip Brickman y sus colegas quienes descubrieron primero que las personas se adaptan a los cambios en las circunstancias de la vida. Y probablemente no fue Richard Easterlin el primero en concluir que el crecimiento económico de todos no incrementa la felicidad de nadie. Y definitivamente no fueron Daniel Kahneman ni David Schkade quienes descubrieron que estar atento lo es todo. Fue mi abuela de 90 años. No, lo siento. Borra eso. Fue Buda el primero que lo descubrió, hace más de 2.500 años. (…) La felicidad no es más que una actitud mental, que podemos entrenar con esfuerzo y tiempo”.

Un libro curioso, un compendio de lo que tenemos hasta ahora.