Arturos y funcionarios

Paz Álvarez escribe hoy en Empleo y Directivos de Cinco Días, El legado de los ‘Arturos’: El huracán Enron se los llevó por delante. Estaban, y están, orgullosos de haber trabajado en Arthur Andersen. Ocho años después de la desaparición de la auditora, los ex socios reivindican su pasado, con los aciertos y los errores de la que fue la mayor cantera de ejecutivos del mundo.
Se refiere esta excelente periodista al libro El legado de Arthur Andersen, que acaba de salir. Escrito por Carmelo Canales (que se incorporó a la Firma en 1984 y fue VP del Athletic de Bilbao) y Francisco López (socio en 1989), nos propone esa empresa como “un modelo de culto a la excelencia”. El texto parte de la historia de Arthur Andersen (creada el 1 de diciembre de 1913), de Andersen en España (llegó a mediados de los 60), de los valores (que los autores llaman “las siete columnas”) y de cómo los valores se pervirtieron hasta hacer desaparecer a la Firma.
Para un servidor, que estuvo en Arthur Andersen de enero de 1988 a verano de 1990 (en que fui fichado por Coopers & Lybrand), las claves del éxito de Arthur Andersen en España fueron dos: el Liderazgo de Manuel Soto, el primer socio de la casa (que, como dicen Canales y López, era un Arturo ‘avant la lettre’), que marcó personalmente una ética de “mitad monjes, mitad soldados” y la atracción de talento, que es obra de Carlos López Combarros, un auténtico fenómeno a la hora de saber qué necesitaba la Firma y conseguirlo en el mercado laboral. A un servidor le “atrajo” en segundo de carrera, le puso un “tutor” (lo que hoy sería un coach), Pablo Olávarri, esperó a que viviera, una vez terminada la carrera, la “etapa americana” (Honeywell, en la sede central de Minneápolis) y que me incorporara después. Carlos López buscaba jóvenes profesionales con un perfil completo: preparados, comprometidos, con capacidad para hacer equipo, con iniciativa. El propio Carlos López dice como testimonio en el libro: “Creo que Arthur Andersen dejó un legado importante en aspectos como metodologías de trabajo, rigor profesional, criterios de calidad, elevadísimo espíritu de servicio al cliente (externo e interno), un alto orgullo de pertenencia, extraordinario ambiente de trabajo y, también una cierta mística y ética en la forma de concebir la profesión. Hoy, yo no conozco compañías que mantengan lo que se vivió en Arthur Andersen en España en la década de los ochenta.” Estoy plenamente de acuerdo con las palabras del maestro López Combarros. El libro nos recuerda la publicación en 1988 de un extenso artículo de fondo de Rosa Montero, con foto de portada, titulado Los caballeros del Rey Arturo. “El artículo tuvo una gran repercusión mediática y supuso, quizás. El cenit del prestigio de Arthur Andersen como Firma y como marca”.
Las siete columnas básicas son:
1. Unidad (“One Firm, One Voice”), con el destacado papel del centro de aprendizaje de Saint Charles (Illinois): cohesión, orgullo de pertenencia, equipo, lenguaje común.
2. Integridad (“Think straight, talk straight”)
3. Cooperación (“Stewardship”): solidaridad, generosidad, apoyo mutuo desinteresado. No colaborar era un suicidio profesional.
4. Ambición (“Think big”): ni confomistas, ni timoratos, ni tímidos
5. Talento (“The best place to work”, “the best people in the best job”): La meritocracia era prácticamente total. Rigurosos procesos de reclutamiento y selección, fuerte inversión en formación y desarrollo, crecimiento profesional, evaluación del desempeño, coaching interno.
6. Servicio (“Trusted business advisors”): calidad, innovación, respeto al cliente, deseo de sorprenderlo positivamente superando sus expectativas.
7. Resultados (“Performance oriented”), con conceptos como “el cargable” (tiempo en proyectos facturables), el “write-off” (descuento), el número de horas de profesionales trabajadas (total de la actividad).
Como modelo sistémico, estaba formado por círculos concéntricos. En el núcleo, la Unidad. Integridad, Cooperación y Ambición, alrededor. Talento, Servicio y Resultados, como círculo externo. Y de este modo aportaba valor a los socios (Andersen era una cooperativa con miles de socios, la élite profesional), a los empleados (respeto, tuteo generalizado, clima de alto rendimiento, carrera profesional, gran empleabilidad), a los clientes (“sello Andersen”) y a la sociedad (espíritu ganador, alumnis).
El modelo se descompuso porque necesitaba un equilibrio delicado y porque, en el exceso, la Unidad se convirtió en Monolitismo, la Integridad en Integrismo, la Cooperación en Servilismo interno, la sana Ambición en Codicia, el Talento en Elitismo (Soberbia), el Servicio al Cliente en Abuso y la Orientación a Resultados en Avaricia.
Sin embargo, el legado de los valores del buen Arthur Andersen permanece. Como nos recuerdan Canales y López, sus herederos siguen liderando: Garrigues es la mayor firma de servicios jurídicos de nuestro país, Deloitte la mayor auditora y Accenture (antigua Andersen Consulting) la mayor consultora. Gracias, Carmelo y Paco, por sintetizar este legado del que los Arturos nos sentimos muy orgullosos.

La meritocracia que fomentó Arthur Andersen en los 80 contrasta con lo que Xavier Roig llama La dictadura de la incompetencia, título de su libro de próxima aparición en castellano. En El País de hoy escribe el artículo Parlamentos de funcionarios, que es el siguiente:
“Poco imaginaba Montesquieu, cuando desarrolló su teoría de la separación de poderes, la complejidad que adquiriría el sector público. En España, la intromisión de la política en la judicatura constituye un hecho habitual. ¿Y qué decir de la supuesta separación entre el poder ejecutivo y el legislativo? Hace unos años, a menudo se escogía como ministros a gente de la sociedad civil, que aportaba su experiencia. Esto también se ha perdido. Los cargos ministeriales son ahora un premio al miembro del partido, a menudo ya parlamentario, que se ha portado bien.
Pero lo que probablemente no pasó nunca por la cabeza de Montesquieu es la retorcida situación a la que hemos ido a parar: y es que los funcionarios han asaltado el poder legislativo. La máquina y quien la dirige son, ahora, la misma cosa. Basta ver la composición de los parlamentos. Congreso de los Diputados: el 72% de los parlamentarios son, en origen, empleados públicos; o la Asamblea de Madrid, donde el número de empleados públicos es del 75%. Incluso la "laboriosa" Cataluña no se escapa: sólo el 32% de sus diputados provienen del sector privado.
Contrasta nuestra situación con la de otros países europeos. En Italia, la Camera dei Deputati sólo tiene un 43% de asalariados públicos. La House of Commons, un 47% o el Scottish Parliament, un 40%. Incluso en la estatalista Francia sólo la mitad de la Assemblée Nationale está formada por empleados públicos.
Pocas leyes útiles para el ciudadano de a pie elaborarán nuestros parlamentarios. Sobre todo, pocas que recorten privilegios de los empleados públicos, ¿no creen? Los partidos han caído en manos de gente que, segura de mantener su lugar de trabajo habitual, hace incursiones en la política para cambiar de aires y proyectar su miopía a todo un país. Una especie de divertimento.
El principal peligro de nuestra democracia es, hoy día, esta distancia entre la realidad y sus parlamentos. Mientras no podamos elegir los diputados por distritos, o nominalmente, tendremos malos políticos. No podremos disfrutar del político de raza que no debe su puesto a nadie más que al contribuyente que lo eligió.”

Sí, el principal peligro de nuestra democracia es el abismo entre los políticos y los ciudadanos. Estoy a favor de los funcionarios laboriosos y que sirven de verdad al ciudadano (que los hay, y les respeto y aprecio). Pero corremos el serio riesgo de que lo que debería ser una meritocracia (el modelo de Arthur Andersen) se convierte en una burocracia estéril y asfixiante.